martes, 14 de agosto de 2012
El lenguaje de las almas
Entrevista a Raúl Barboza en su paso por Santa Fe: las palabras del gran acordeón.
Por Juan Almará
Mucho antes de que las nuevas tecnologías facilitaran la circulación de música por todo el mundo, Raúl Barboza hizo conocido el chamamé en los escenarios menos pensados. Con su acordeón recorrió Brasil, Francia, Bélgica, Alemania y Japón, entre otros países. Se codeó con artistas de la talla de Peter Gabriel, B.B. King y Paco de Lucía. Recibió importantes premios, entre ellos la orden de “Caballero de las Artes y las Letras”, otorgada por el Ministerio de Cultura y Comunicación de Francia, el 25 de Mayo de 2000. Pero, en un comienzo, Raúl fue un niño nacido en Buenos Aires en 1938, con padres de origen guaraní. Un niño que a los 7 años recibió, como regalo, el instrumento del que no se separaría en toda su vida. A los 9 ya era conocido como “Raulito el mago”, por la destreza de sus manos. En 1950, grabó su primer disco con el grupo “Irupé” e inició una carrera que no se detiene hasta hoy. El 3 de agosto se presentó en el Teatro Municipal, con motivo de la gira que actualmente está brindando con otro gigante del acordeón como el Chango Spasiuk. Pausa aprovechó la ocasión para conversar con este embajador de la música argentina.
Senderos cruzados
—¿Cómo se dio este encuentro artístico y personal con el Chango Spasiuk?
—Con el Chango hice conciertos hace varios años. Yo había llegado de Europa y estaba realizando recitales en Buenos Aires. Lo invité, él aceptó y tocamos en dos oportunidades. Además lo conozco de cuando éramos jovencitos, aunque nos separan unas cuantas décadas. Me parece un músico que hace su trabajo con mucha seriedad. Viene de una raíz europea y eso le brinda a su chamamé un color muy particular. Es muy importante poder compartir dos pensamientos artísticos diferentes.
Un largo camino
—¿De dónde nació el interés por el instrumento? ¿Cómo fue su acercamiento y aprendizaje?
—Mi papá me compró un acordeón, yo no lo busqué. Pienso que me gustó, sino no hubiera seguido. Como pasa con todos los chicos: vos les compras una guitarra y algunos tocan y otros la tiran a la basura. A mí me dieron un acordeón y parece ser, porque no tengo memoria de ese momento, que me ha cautivado. A los 12 años ya estaba grabando con gente grande. No tendría que haber estado tocando mal para que me pase eso. En la adultez empecé a trabajar el instrumento a través de la digitación. Y ahora le estoy dando el sabor y el valor que realmente tiene. No para mostrarse uno, sino para que la música sea el reflejo del interior del artista.
—De joven tocó en bailes. ¿Qué nos puede contar de esas primeras experiencias?
—El chamamé, tal como lo viví en mi niñez y en mi juventud, se tocaba únicamente en los bailes. Había un repertorio específico. Era una música muy ritmada, para que la gente pueda expresarse danzando teníamos que acompañar a los bailarines. Lo hice durante muchos años, pero también tenía la idea de que en otros lugares existía un público que quería otro tipo de música. Gardel pudo llevar una parte del tango por el mundo entero. Mi idea era esa. Cuando todavía el chamamé no se tocaba en teatros, uno de los primeros que comenzó a hacerlo fue el Cuarteto Santa Ana. Y a los festivales folclóricos íbamos muy pocos chamameceros. En una época estábamos Ernesto Montiel y yo. Luego apareció Monchito Merlo, el Chango fue creciendo y llegó un joven que se llama Antonio Figueroa. En los años 60 empecé a tocar en teatros. Pero no era el momento adecuado y me fui a otros países. Dejé de presentarme en Argentina porque nunca me causó placer ganar dinero de la manera que a mí no me gustaba hacerlo. Me mudé a Brasil, viajé por Rusia y Japón. A partir de esas giras fui creciendo y acrecentando mis conocimientos. He estudiado fuerte, soy un observador de la vida. La veo y conozco cosas que otros pasan por alto. Todo eso lo incluyo en mi estructura mental, que sale a través de mi instrumento y habla como una palabra espiritual. Es una palabra sin palabras y no es necesario explicar nada.
—¿Qué balance hace de las incursiones en el extranjero de una música tan referenciada con lo local?
—Voy a tocar al extranjero porque me contratan de diferentes países. Lo que toco hoy acá es lo que presento en cualquier parte del mundo. No hago ningún cambio. De la misma manera que se lo aplaude a Paco de Lucía: van a ver el artista y su música. Conmigo pasa lo mismo. La música no se mete adentro de una caja para ponerle una pluma blanca, negra o marrón. Es un ave con distintos colores. El hombre debe pensar que la música es música, sin ninguna distinción.
Chamamé, hoy y siempre
—¿Cree que hoy existe una valorización de la riqueza musical e histórica del chamamé en Argentina o sigue siendo relegado como una expresión del interior que sólo se toca en festivales o bailes?
—Eso lo piensan las personas que tienen intereses comerciales. En este país todavía se está discutiendo si Piazzolla tocaba tango. Lo mismo pasa con el chamamé. Sé que hay gente que no le gusta. Pero no sólo no les gusta el chamamé, tampoco la chacarera trunca. Y eso sucede porque no la saben tocar. Y dicen que es música que no se puede escribir. Yo estudié, sé como se hace, y se puede hacer muy bien. Soy un acordeonista, me gusta buscar sonidos y formas musicales. En Europa toco en festivales de jazz. Acá ni me llaman para ese tipo de eventos. Pero son cosas que no me molestan ni preocupan. Prefiero hablar de lo que hago en vez de lo que no hago. Es darle importancia a gente que tiene una mentalidad negativa. Y yo intento ser positivo en todos los aspectos. Esa es mi manera de regirme.
Publicado en Pausa #99
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