Por Francisco Tamagnini
El silencio del campo
o el ruido de la ciudad
no van a bastar para que encuentres
todo aquello que necesitás…
Las crónicas de viaje acumuladas a lo largo de estos últimos años en Pausa son el reflejo de una búsqueda constante, cuyo objetivo ha sido tan difuso y cambiante como los estilos y las anécdotas plasmadas en esta sección. De allí, la desorientación que pueden haber sufrido los lectores que se han atrevido a soportar más de uno de estos textos.
Sin embargo, la metamorfosis aquí compartida no fue lineal, ni en tiempo, ni en espacio. Más bien proviene de una introspección que, a riesgo de parecer egoísta, obliga a darse un clavado en los recuerdos de los giros alrededor del mundo. El objetivo es simple: rescatar de las garras del olvido algo que valga la pena, aun cuando el filtro de la memoria no siempre permita una selección refinada.
Es justamente por esa característica atemporal que la transformación expresada en estas líneas puede parecer, cuando menos, monstruosa. Pero también porque en esa serie de evocaciones he tratado de ser fiel al “Yo” que las vivió, aun cuando le causen vergüenza, contradicción o conflictos existenciales al que ahora escribe.
Y puede que ese andar por el estrecho sendero de la verdad interna –sorteando los desfiladeros del estereotipo– sea la única virtud de estos relatos. Todo lo demás es ganancia o pérdida, según le parezca al lector, libre censor de estas ideas.
Poniendo rumbo
Valga el circunloquio como excusa al reacomodo que sigue a continuación. Obviando los años de boy scout y los viajes a la Patagonia (a escalar el Copahue a los 14 años y a ver las ballenas a los 17), diría que todo empezó con una carta que en la adolescencia le escribí al “adulto” que ahora soy, reclamándole que haya cumplido con la mitad de una lista de demandas, las cuales podrían resumirse en una sola: viajar por el mundo.
Sin embargo, el amor ciego por una entrerriana de mayúsculos pechos y el sueño de vivir en el sur me desviaron de ese destino. Y tras un fallido intento de convivencia en el culo del planeta, terminé rebotando en el centro de un país quebrantado por la peor crisis económica de su historia.
En sintonía con mi nación saqueada, toqué fondo. Fueron tiempos aciagos que prefiero no recordar y que terminaron un año más tarde con la invitación para trabajar en México.
El país azteca fue mi tierra de las oportunidades, a tal punto de que en menos de tres años pasé de ser comunicador recién egresado del Instituto 12 de Santa Fe a periodista de investigación con libertad de movimientos y horarios, y premiado en el ámbito estatal.
Todo parecía volver a marchar sobre ruedas. Pero un día el miedo más grande del emigrante se hizo realidad y La Parca se asomó por la ventana familiar. Y si bien pide presas viejas, en esa ocasión (como dice el pelado Cordera) la bandeja la sorprendió con horror.
Cruzando el charco
Fue entonces que a la vida se le cayó la careta de la eternidad y me vi desnudo a mitad de camino, con una profesión soñada y un futuro prometedor, pero insuficientes para calmar el dolor y reconstruir el alma.
Armado con ese escudo que protege a aquellos que han visto la muerte de cerca, dejé todo lo que me había hecho resucitar y me lancé en bingo fuel al viejo continente. Fue el inicio de una larga travesía que ha sido relatada con lujo de detalles (a veces demasiados) en las cincuenta y seis crónicas escritas aquí.
Historias de un turista primerizo en busca de “conquistar” las nuevas maravillas del mundo, de un negro cordobesino suertudo con las bellezas del Este, de un cazador de auroras boreales, de aventuras por las rutas europeas de norte a sur y de este a oeste, de incursiones en India y Nepal, de giras con un grupo de mariachis por los Balcanes, los Bálticos, Rusia, Turquía, Egipto… Todo ello compartido en textos que han brotado sin orden o preferencia alguna.
El día después
Pero cuando los viajes dejan de hacerse por placer y se convierten en una forma de vida (bastante incómoda, por cierto), el caminante también muda de piel. Como en un sueño, las experiencias acumuladas empiezan a reacomodarse en el rompecabezas de la personalidad y van generando cambios profundos.
En mi caso, la tendencia fue hacia un ferviente deseo de cambiar las cosas, el cual me llevó hasta el punto de querer tomar las armas. Pero justo cuando empezaba a perder las esperanzas, entendí que el cambio comienza por uno mismo, por ser mejor gente y, sobre todo, por ser consecuente con el discurso propio. En ese éxodo espiritual, fui encontrando gente que realmente está luchando por mejorar la sociedad, cada uno desde su trinchera.
La tecnología me abrió los ojos, me puso en “contacto” con otros miles de inconformes, dispuestos a brincar el cerco informativo. Y me volvieron las esperanzas de cambiar el mundo, pero ya no en el sentido utópico (al estilo de Gandhi o los Beatles) sino en el estricto sentido histórico, ya que en las últimas décadas el planeta ha cambiado –para bien o para mal– más que en todo el tramo recorrido por el ser humano. No es poco.
Así que, ya sea por esa “maduración” viajera o porque simplemente se me están acabando las anécdotas (el número de crónicas ya empieza a superar la cantidad de países recorridos), es que aprovecho este espacio para cerrar una etapa y mirar hacia adelante.
Y lo que veo allí no es sólo ese mundo de mierda que inspiró gran parte de estas crónicas, plagadas de inconformidad y recelo contra la globalización, sino una sociedad alternativa que va emergiendo de la mano de la tecnología y las herramientas de comunicación. Ese es el camino que quiero transitar y que me gustaría compartir con los lectores de Pausa.
Con ese objetivo, el año que viene se inicia una travesía del norte a sur del continente, ahora sí con un objetivo concreto: estrechar la mano de aquellos que están haciendo algo por romper con el orden darwiniano y acelerar el inminente salto evolutivo.
Y si hay que empezar por algún lado, qué mejor que ocupando Wall Street (occupywallst.org).
Publicado en Pausa #84, todavía a la venta en los kioscos de SF
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