La calle, por José Luis Pagés
Hoy me rindo ante un plato de polenta con tuco, pero cuando
era pibe no comía otra cosa que una o dos porciones aderezadas con manteca y un
buen parmesano. Aquella insobornable inclinación mía por la harina de maíz sólo
aceptaba la compañía de un bife de carne vacuna. Mi rutina alimenticia incluía
el pan, además de incontables tazones de café. Sólo el día de Pascua mi apetito
se abría a una delicia mayor, la empanada gallega rellena de atún, puré de
papas y huevos duros, además de aceitunas, pimientos rojos y otras hierbas que
yo apartaba como al descuido.
Recién muchos años después una gripe mal curada me
privó de esos manjares. Al cabo de unas
semanas de ayuno y abstinencia pude comprobar con infinito placer que las
chauchas, remolachas y berenjenas que yo había despreciado toda mi vida eran
tan exquisitas como las frutas, cualquiera fuera su sabor, forma y color.
Ahora, cuando recién a mediados de junio de 2015 el frío se
hace sentir, el aprendiz de brujo sacó de la oscuridad su larga cuchara de
madera y así reapareció la polenta con tuco y queso rallado que reconfortó mi
espíritu.
Mientras el tenedor iba y venía, recordé que en una
oportunidad señalé a ese plato entre mis preferidos, pero alguien lo rechazó
porque decir polenta era llamar a la desgracia. Fugazmente recordé los
tantos paquetes de harina de maíz
estrellados una mañana contra las paredes de la Casa Gris por un grupo
de vecinos indignados. La cronología que siempre traicionará la memoria me
devuelve a los saqueos del trágico 2001, al calor insoportable, al griterío, a
las voces de mando, a las maldiciones y pedradas, a los tiros y las granadas,
al olor de la pólvora, a las camisas ensangrentadas y aquel pañuelo blanco con
el que nos abrimos paso al hospital.
Aún con muertos insepultos en Santa Fe se pactó la paz y la
calma renació en las calles. De pronto cientos, miles de personas hacían colas
interminables ante las puertas de los supermercados para recibir los bolsones
conquistados a dentelladas. Uno de ellos me mostró como trofeos arrancados al
enemigo una caja de leche, una lata de
tomates, un paquete de fideos y otro de polenta, que –eso me dio entender– no
era de su entero agrado. Y claro que lo entendí, porque entonces todos
estábamos calientes y a fines de diciembre
el asfalto quemaba bajo los pies.
Publicada en Pausa #156, miércoles 17 de junio de 2015
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