Otro yo mismo, por Mari Hechim
Yo nací en una casa de la calle 9 de Julio. Una de las cosas
lindas de la vida era la fiesta que todos los 9 de julio se hacía desde el club
Chanta al Chico que quedaba en la otra cuadra. Ya habíamos tenido el acto de la
escuela y, en el feriado, tempranito, se escuchaba por un altavoz una invitación a todo el barrio a participar de
la fiesta. Pero también, y especialmente, se invitaba a los niños a pasar a
retirar una bandera argentina antes de las 11. ¡Había que levantarse enseguida!
Y salir corriendo a buscarla: una banderita de papel, con palito y todo. Ibamos
en tropel y salíamos haciéndola flamear mientras corríamos. Qué cosa, que
tantas razones tiene uno para correr cuando es niño.
A la fiesta se sumarían los tíos y los primos de muchos de
nosotros. Y, además de carreras de embolsados, de carreras de caballos, había
un juego especial: un círculo de cajas
numeradas abiertas hacia el interior, donde se soltaba un conejo y vos
comprabas un ticket y si el conejo entraba en la casita de tu número te ganabas
lo que había sobre ella: un paquete de caramelos, por ejemplo. A mí eso me encantaba. Nos quedábamos
alrededor, con la respiración suspendida, el conejo vacilaba; mucho nervio.
A la noche la fiesta se cerraba con un baile en el club: una
pista de baldosas desparejas, mesitas rodeándola, las familias enteras iban. Y
mientras los grandes danzaban, nosotros corríamos por allí, gritando contentos.
El clásico manisero, con su máquina enorme de donde salía un
olor dulzón y embriagador, se paraba en una esquina. En ningún otro momento de
la vida se te paraba un manisero en la exacta esquina de tu casa.
Ahí al lado estaba yo, con la falda azul de gimnasia,
tableada, las medias tres cuartos de lana y los zapatos de ir a la escuela,
paradita, mirando el movimiento de gente que sale con su cucurucho de papel y
se reintegra a la fiesta con alegría. El
tipo está apoyado contra el tronco del paraíso y me mira con amabilidad.
Es lindo. Una mirada de exclusividad que yo no había visto antes. Yo
desvío los ojos. Se acerca, pero no
mucho y dice en voz baja, en un equilibrio entre una emisión regular y un
susurro: “¿Te compro un cucurucho?” invita. Me quedo callada y la voz de mi
vieja dice en mi interior: “No hablés con desconocidos”. ¡Pero no era un
desconocido! Ya lo había visto por allí, alguna vez. Asiento con la cabeza y me
toma de la mano. Húmeda. “Acá a la vuelta”, dice, “en San Jerónimo, hacen los
cucuruchos más grandes. Vamos para allá”.
Se sabe que las fiestas crean un círculo de amistad. Te
corrés medio metro y saliste; estás en otro lado. A pocos pasos de 9 de Julio,
por Díaz Colodrero, la fiesta ya quedó atrás. Como la gente no está en sus
casas, aparece un silencio, los zaguanes desiertos. Algo me intimida y miro
para atrás, vacilo, pero él tironea suavecito y no aparece razón para
detenerse. Al empezar a doblar la esquina, viene un auto conocido, gris. El del
tío Pedro. Yo me detengo, el tío baja, el amigo no entiende.
En dos pasos el tío se para enfrente de nosotros. Alarga
la mano hacia adelante, como quien va a
ofrecer en el hueco una perla o una almendra, pero cierra el puño, lo envía
hacia atrás y, con una rapidez que los ojos no pueden seguir, emboca al tipo
entre la pera y la garganta y lo levanta tipo el barón Münchhausen. El amigo
vuela, con la cara ladeada y los brazos colgando a lo largo del cuerpo. En
aceleración, la percepción se extravía: golpe, suspensión, caída, carrera
desesperada.
El tío me saca de allí y en casa es todo grito, retos y
reclamos, y nadie escucha cuando digo, con una culpa infinita: “Pero si yo lo
conocía”.
Publicada en Pausa #154, miércoles 20 de mayo de 2015
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