Cuando me preguntan si soy hincha de Unión o de Colón y
respondo que “soy de los dos”, nadie me cree. No se puede ser de dos equipos
archirrivales porque el sentimiento futbolero es “algo que se lleva en la
sangre”; es algo con lo que “se nace” y te acompaña “desde la cuna al cajón”.
Es natural, genético, biológico, siempre y cuando seas argentino/a, claro. Así
como de una familia (uno nace hijo/a sí o sí), del fútbol, en este país, nadie
zafa.
En el film El secreto de sus ojos, Guillermo Francella
protagoniza un monólogo épico afirmando que uno puede cambiar todo (casa, auto,
esposa/o, ciudad, amigos, etc.) pero lo único que no se puede cambiar es la
pasión; y no cualquier pasión, sino la pasión por los colores de tu camiseta.
¿Tiene razón? El 99,9% de los encuestados (¿?) respondería “Sí”. Bueno, pero
acá el que escribe soy yo, y soy parte de la minoría, así que vamos a responder
“No. Uno sí puede cambiar de camiseta.”. Lo que tal vez no pueda cambiar es lo
que le provoca el fútbol a un tipo/a que desde chiquito fue criado con una
pelota en vez de peluches; con unos botines en vez de charoles. Y eso es lo que
se lleva adentro, lo que no se puede explicar porque es un sentimiento que no
puedo parar y olé olé olé, olé olé olé olá… y párenme por favor porque sino
largo el teclado a la mierda y me pongo a arengar los trapos.
Cuando uno reflexiona sobre el fanatismo y, en consecuencia,
lo pierde, pasan cosas asombrosas. Me estoy convirtiendo de a poco en ciudadano
gualeguaychuense y una de las primeras cosas que hice como para calificar
dentro de su gentilicio fue buscarme un club (e ir al Carnaval también, sí). Mi
suegro es ex jugador de Juventud Unida, club que hacía poco había logrado por
primera vez en su historia el ascenso al Torneo Argentino A (ahora Federal A) y
la sede y la cancha me quedan a cinco cuadras de mi casa. La elección no era
ninguna elección: todo dado para “hacerme” hincha del Decano. Además la
comparsa Papelitos, que cada vez que sale al corsódromo lo hace con un tema social
y/o de protesta, es la del club “de mis amores”, así que listo, “¡Vamos Juve
todavía!”.
Ustedes podrán pensar que es obvio que haga eso; que es como
un juego. Uno llega y se establece en una ciudad o pueblo y comienza a
encariñarse con las costumbres lugareñas. Algo de eso pasa, sí. “Lo hace para
sentirse en su lugar”; “Lo hace como un chiste, una anécdota que contar a sus
amigos de Santa Fe: ahora que vivo allá, soy hincha de Juventud”. Como que ya
se me va a pasar… lo mismo que cuando uno vuelve de Córdoba que, a los pocos
días pierde el acento con cantito y el subfijo “azo” en todas las palabras.
Yo por un momento pensé que era algo pasajero, y listo. ¿A
mí me va a durar la pasión por un equipo, que me aburro como ostra esperando
que en 90 minutos pasen al menos cinco de algo, que no me va eso del “folklore”
que esconde toda la xenofobia, homofobia, racismo y otras violencias reprimidas
y contenidas durante el resto de la semana? Neh, imposible.
Pero resultó que un día abandoné el celibato y después de
años volví a la cancha. Pero esta vez, la del Juve. Me saqué el cinturón,
porque seguro la policía cuando me palpe me va a decir que así no puedo entrar.
Llevé los bolsillos vacíos, para evitar el tedioso momento de tener que mostrar
que son caramelos nomás. Pero pasé sin cacheos. No hay control policial porque
no lo necesitan. Familias con sus bebés en cochecitos, los pibes jugando a la
pelota debajo de las tribunas durante el partido; los más grandes con las
banquetas junto al alambrado disfrutando de un rato con los vecinos a los que
encuentran allí. Los pibes de las inferiores vendiendo rifas para poder hacer
la pretemporada y los hinchas comprándoles de a dos y tres números… “y sí, si
es el hijo de la Teresa ,
cómo no le voy a comprar un numerito”. La gente con el mate y el termo. ¿Existe
un objeto más contundente que un termo de acero inoxidable lleno de agua
hirviendo? No. ¿Pero por qué los socios no van a poder ir a su club a tomar
mate? ¿Acaso no es esa la función social de un club: estimular los vínculos
entre las personas?
Y de golpe me reencuentro con todo aquello que alguna vez
había despreciado: nervios, ansiedad ante cada ataque de los laterales; cada
llegada al área rival es un pararme y agarrarme la cabeza cuando el 9 define
mal (porque yo era 9 cuando jugaba); y amargarme cuando perdemos y aplaudir y
cantar y emocionarme y reírme con las ocurrencias de mis vecinos de tribuna. ¿Y
cómo es posible? Es posible porque Francella no tiene razón: la pasión sí
cambia, se transforma, pero no muere. Puede cambiar de color siempre que te
guste el fútbol… Y si no me creen, que alguien me explique por qué el sábado
pasado me quedé dos horas frente a la computadora chequeando el score en vivo
de Sol de América vs Textil Mandiyú si yo nací hincha de otro equipo. Fue 1 a 0
para el primero. Y quedamos punteros solos a falta de 3 fechas. ¡Vamos Juve, no
le falles a tu hinchada!
Publicada en Pausa #144. Pedí tu ejemplar en estos kioscos
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