Mil mates, por Fernando Callero
En la columna anterior recordaba lo que significó una de mis
primas hermanas para mi infancia y la formación de algunas ideas acerca del
mundo. En pocas palabras, sobre la manera en que experiencias, recuerdos y esa
baba informe de fantasía que va leudando en los intersticios da forma a nuestra
realidad, y que por engañosas que sean las palabras o la interpretación que
hacemos de ellas, siempre terminan por cooperar para que uno tome decisiones y
se transforme poco a poco en ser humano. El problema es cuando no hay palabras.
La cuestión es que me quedaron en el tintero las cosas que
aparecieron por arte del parentesco y del cariño con respecto a mi otra prima
hermana, de parte de padre: Sonia. Mi segunda hermana, dado que yo recién tuve
mi hermano a los cuatro años.
En el principio hay un falso recuerdo, porque me lo
contaron. Parece que Sonia, un año mayor que yo, me vio llorando en el coche y
me enchufó un grisín en la boca. De entrada manifestó sus dotes culinarias y
maternales, claro que con un método peligroso que casi me condujo a la asfixia.
Pero los primos no se matan, por lo menos mucho menos que los hermanos,
verdaderos predadores de nuestra identidad y asesinos en potencia.
Nos criamos también en el mismo barrio y nos veíamos todo el
tiempo, hasta que sus padres tuvieron su casa propia a unas 15 cuadras. Pero la
casa de la abuela Negra era un punto diario de reunión; mi abuelo Juan había
muerto y mi abuela no quedaba sola porque todos la visitábamos. El fondo de su
casa daba a un tapial altísimo con un tejido en el remate donde nos trepábamos
para espiar a las “internas” del Sagrado Corazón. Ser o no ser “interno” era un
tema que circulaba con terror y un poco de morbo entre nosotros, ese destino de
huérfanos o expósitos nos subyugaba con su amenaza latente que nuestros padres
hacían explícita cuando los hacíamos estallar de los nervios. “Te voy a meter
de interna”, si eras nena; “ya te armo el bolso y te llevo a Juan XXIII”, si
eras varoncito.
Sonia era una gran compañía, no era aburrida como las otras
chicas, incluso era un poco mi héroe: andaba en bici con caño, que creo que era
del hermano mayor, Francisco. Yo lo intenté una siesta que había empezado a
llover, ella me sostuvo la bici contra el murito de la casa, yo monté parado y
al primer pedalazo me rajé el empeine con la punta del porta inflador. Llovía a
cántaros y mi sangre se escucrría por la vereda. “Sos pelotudo”, me decía mi
prima. Y nos reíamos, porque cuando te llueve encima las lastimaduras no
duelen. Por lo menos cuando sos chico. Porque estás demasiado contento.
A Sonia se le murió el papá cuando éramos muy chicos. Yo no
sabía qué hacer, estaba todo el tiempo pendiente de cómo ella iba a tomarlo.
Ella lloraba, después se olvidaba, y así, porque los niños no pueden sostener
un sentimiento por mucho tiempo. Sobre todo cuando recién se lo empieza a
conocer. El dolor es el sentimiento más difícil de aprender. Cuando se murió
papá, me acordé que la noche del velorio de mi tío nos mandaron a jugar a la
casa de enfrente, donde mi prima tenía unas amigas. Estábamos dando vueltas
carnero a la cama y mi prima que alternaba el llanto con la risa a cada
momento, se tiró sobre la cama de espaldas y dijo: mi papá se murió. Nos
quedamos en silencio un rato largo, hasta que la empujé, ella me empujó y
volvimos a dar vueltas carnero en esa casa ajena. Eso fue lo que mejor me
enseñaste, prima.
En Pausa #143, miércoles 8 de octubre de 2014. Pedí tu
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