Otro yo mismo, por Mari Hechim
Está atardeciendo y la casa se vuelve más íntima. Falta poco
para los parciales, y cada una está buscando libros, apuntes, estudiando.
¿Alguien se tomó prestado mi segundo tomo de Hauser? Susana levanta los ojos
del libro y me mira: “¿Qué tal una palta con cebollita?”. Yo me escandalizo:
“¿Cebollita, cómo?”. Le brillan los ojos: “Se corta bien bien fina, y con sal,
pimienta, aceite, más un toque de limón y orégano, un manjar”. Ah, sí, pienso,
y después, ¿quién te saca el gusto en la boca? Mi silencio se interpreta
asentimiento; qué más da, se puede probar, y ya está ella sacando los
utensilios. Suena el timbre. Entra el único, el tocado por la gracia, lleno de
sonrisas y exclamaciones de saludo. No se puede ser más cálido. Roberto tiene
una exuberancia elegante, algo que se adelanta a él y te pega ahí, en el centro
del alma. “Qué están haciendo”, pregunta. “Estoy preparando una palta con
cebolla, que Mariela nunca probó”, le aclara la Su. Pienso de nuevo en
el gusto en la boca y digo, vacilante: “No creo que me guste, Su”. “Ah, no”,
dice ella, “vas a ver, le mando un relámpago de agua caliente, y se va el gusto
fuerte, vas a ver qué bueno”. Él se sentó, cruzó las piernas, encendió un
cigarrillo, sonríe mirándonos. Entre la lealtad y el deseo, mi corazón se parte
definitivamente en dos, y pienso que no hay manera, y como con prolijidad y
lentitud un poco de pan, un poco de palta y la reluciente y húmeda cebolla que,
con pintitas verdes, brilla en el plato como una invitación al placer.
Publicada en Pausa #136, miércoles 25 de junio de 2014
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