Otro yo mismo, por Mari Hechim
En la tarde tranquila, Hesíodo y yo nos mirábamos de vez en
cuando. No nos gustábamos; nos respetábamos. Él ahí, lamiendo su patita; yo,
acá. Todas teníamos nuestra Die Traumdeutung pocket. Las chicas decían: “Vos le
proyectás tu odio inconsciente”. Yo decía: “Inconsciente, no”. En ese momento
yo pensaba en la pobre Muriel Glass. ¿Por qué, en vez de encontrarse a este
joven poco considerado, no haber conocido a algún tipo bien viril, de esos
miles que, no solamente estuvieron en el desembarco de Normandía, sino incluso
en la divertida Primera Guerra, donde en Navidad los enemigos hacían tregua
para festejar, y algunos hasta habrían estado en las brigadas hasta la caída de
Madrid? Uno que concurriera a una aceptable fiesta de casamiento y una luna de
miel, preludio de niños bonitos y ruidosos y un largo etcétera.
De pronto oí ruidos: pasos, llave, portazo. Laura entra todo
llanto y gritos ininteligibles. Ni juntar mil ríos hubiera dado tanto
dramatismo: era un mar de lágrimas. Ahí nomás se tira boca abajo en la cama,
temblando entera. Le toco la cabeza, de cabello bien cortito, “Eh, ¿qué pasó?”.
Entre sollozos grita enfurecida: “¡Me trató como a un sofá, me dijo que yo era
confortable!”. Él era todo dientes blancos y jeans sucios. Lo había conocido
por la calle y, lo que es la vida, era de nuestra agrupación, pero de
Psicología en Rosario. “Bueno, Pelito”, le digo, “calmate, vamos a tomar unos
mates”. Otro rato de furia y pena. El gato pasa corriendo. El llanto se va
atenuando de a poco, hasta que se sienta en la cama, sonríe entre mocos:
“Bueno, dale, tomamos unos mates, pero después sigo llorando, ¿eh?”.
Publicada en Pausa #135, miércoles 11 de junio de 2014
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