Por Licenciado Ramiro
La muerte reciente de Gabriel García Márquez (“Gabo” para el
snob), tengo que ser sincero, no me entristeció demasiado. Será que las últimas
noticias sobre su salud me fueron preparando para su naufragio. Como en el caso
de Mandela.
De todos modos, el fallecimiento de Gabo (y nótese que la
intimidad con el colombiano me permite llamarlo Gabo y sin entrecomilarlo) me
puso frente a recuerdos muy hermosos de mis incipientes 20 años, cuando
comenzaba a estudiar Comunicación. Ese momento significó mi entrada compulsiva
a la literatura. En primer año de la carrera (aún no tenía Internet) me quedaba
en el living de mi casa leyendo la vida solitaria y centenaria de los Buendía
o, en otras palabras, la historia de Macondo. (Si soy rebuscado con las
palabras y estoy escribiendo en difícil y complejo, nótese que dije hace unos
renglones que estudié Comunicación). Noches enteras de mates, cigarrillos y el
ronroneo de Toronja con sus ojos entrecerrados sobre la mesa (y muchas veces
sobre el libro, claro) disfrutando de la magia impresa. Los dos, Toronja y yo.
Y yo disfrutando de la compañía de Toronja también.
Los Doce cuentos peregrinos me hacen acordar al Taller de
Redacción I. Taller que reprobé dos veces, por lo que, gracias a ello, me
especialicé en Audio, y de ahí que escribo como escribo: al revés de lo que me
enseñaron en la facultad. Escribo jugando, y juego escribiendo. Escribo como
leo… y gracias a mi vieja, leo mucho desde chico. De todo. Cualquier secuencia
de letras que llegue a mis manos, las leo; en cualquier formato. Sí, leo hasta
las pólizas de seguro de los boletos de colectivo. Demasiada digresión.
Volvamos al tema. Es decir, punto y aparte. Otro párrafo.
La muerte en sí de García Márquez no me conmovió demasiado,
decía. Pero me puso a cuento (mediante la sucesión de recuerdos que ello
despertó) de algo que sí me genera un poco de tristeza: sucede cada vez más
seguido que muere alguien de la cultura que marcó mi adolescencia y/o juventud.
También, parte ya del final de mi niñez. El que comenzó este proceso, creo, fue
Adolfo Bioy Casares, seguido por el Negro Fontanarrosa. A Bioy lo conocí (no me
juzguen, se los pido por favor, eran los 90) gracias a las entrevistas que
periódicamente le hacía la revista Gente. Como aclaré, yo leo todo lo que está
cerca y en mi casa mi mamá leía esta revista (debo hacer justicia: también me
leía a los 10 años D’artagnán, Intervalo, Nippur gracias a ella). Esas
entrevistas me hicieron interesar por la persona y en el año 96, cuando me fui
a vivir a Rosario (para estudiar medicina), mi mamá, la primera semana de
estadía allá, me trajo de la peatonal una campera impermeable roja y mi primer
libro de mi ídolo literario: La invención de Morel. Todavía tengo y uso ambos
regalos. También guardo el señalador que vino con el libro. Al Negro lo conocí
en Gálvez, en la casa de mis tíos, gracias a las historietas apaisadas de
Boogie, el aceitoso e Inodoro Pereyra. Luego, fortalecí mi vínculo con el
rosarino gracias a las contratapas de la revista Viva. Y si me preguntan cómo
ando, digo “Mal, pero acostumbrau”.
Pero no todos mis consumos culturales tienen que ver con la
literatura. Para nada. Mucho cine desde muy chico, gracias a mi papá que me
llevaba todos los sábados a la
Sala Moreno (“Microcine” para los entendidos) y me clavaba
dos películas al hilo… Y como con las letras impresas, con los films lo mismo:
miraba lo que sea (con los años desarrollé el sentido de la selección, pero
poco rigurosa). Laberinto, La historia sin fin, Leyenda, E.T., Los Goonies, la
trilogía más grande la historia Volver al futuro (el día que mueran el Doc o
Marty sí que va a ser jodido) y La
Brigada Z (más conocidos como Los bañeros más locos del
mundo) están al tope de mis gloriosos recuerdos cinematográficos. Hasta ahora
no ha muerto ninguno de los protagonistas, pero el parkinson de Berugo
Carámbula o el de Michael J. Fox son anuncios, como las noticias que llegaban
desde Colombia y México hace unas pocas semanas.
Pero lo que más consumí durante aquellos años fue la
televisión: programas humorísticos o magazines como Calabromas, Mesa de
Noticias, Hiperhumor, Badía&Cía. Todos estos programas siguen hasta el día
de hoy marcando mi vida e, incluso, mi modo de hablar o intentar hacer reír a
las personas de mi entorno. “Tu ruta es mi ruta”; “Ojo con el Bobero”;
“Borromeo, cuando te agarre te reviento” son frases de Juan Carlos Calabró,
fallecido hace pocos meses. Aníbal, el number one, vive en mí con esas frases.
“Se me ha ocurrido una genialidad para la maldad” e “Infeliz”, son maravillas
del Gran Gianni Lunadei. El payador de Berugo y su cara de nada son imposibles
de recordar sin una carcajada al vacío. Y de Badía, dos personajes. Uno, por
suerte vivo, pero explotado y humillado por la repugnancia de Crónica TV:
“Paolo, el rockero”. Y el otro, a quien le debo no solo miles de risas sino,
además, un seudónimo: Esteban Mellino. O como va a ser eternamente conocido, mi
colega, Diógenes Rubens “el Licenciado” Lambetain.
A ellos, y a Gabo también, les debo un “les pertenezco”.
Publicada en Pausa #132, miércoles 23 de abril de 2014
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