El triste matrimonio entre inflación y desempleo se
vislumbra en el horizonte cercano, mientras la disputa por el trono diluye
poderes y referencias.
Los tomates desatan la furia. El queso cremoso, el brazuelo,
el papel higiénico y el Frescor habían levantado la temperatura y afiebrado la
mente: cada vez menos cosas, cada vez más billetes. Con la cabeza gacha,
mirando fijo las rojas dulces frutas mojadas por el rociador, las angustias se
expresan en un lacónico “¿Que a cuánto el tomate?”. La señora al lado, siempre
hay una, responde hacia el brócoli “Así ya no se puede”. Delante del precio
estrella del día el murmullo es constante, porque los aumentos siempre se
conversan. La inflación se observa en conjunto, se charla en familia, se
comparte con los amigos, espanta en bloque, ocupa el tiempo y desgrana los
insultos en el mercado, en la mesa, la cola del colectivo, el bar, la oficina.
Hace cinco días llegó la carta y todavía la lleva,
estrujada, en el bolsillo trasero del pantalón. Sería un amuleto, de no ser
porque es una condena. El acto se realiza sin pensar, simplemente la carta se
queda en el bolsillo, porque mientras se quede allí nada va a cambiar ni habrá
nada que explicar.
De a poco el secreto se va ir estampando en la frente, como
una mancha de incipiente lepra. Los paseos sin sentido, los silencios largos,
los rechazos en las entrevistas de empleo dejan secuelas. Porque un telegrama
de despido no se muestra así como así; se oculta hasta que explota. Eldesempleo se vive de modo individual, por separado, así le toque de cerca a lospropios. El desempleo se experimenta con culpa. Con suerte, se socializa el
drama con el paso de los años.
En la ola de inflación, el enemigo es un objeto externo; en
la marea de despidos, siempre hay un motivo para que cada uno se atribuya la
falla. Los aumentos de precios son inmediatamente perceptibles; el crecimiento
de la cantidad de parados se disemina en silencio, hasta que el rumor
ensordece, ya demasiado tarde.
¿Por qué unir estas dos escenas? Porque el único método para
reducir la inflación que logramos pergeñar a lo largo de nuestra historia es la
destrucción acelerada de puestos de trabajo.
Suena legendario, pero entre 1989 y comienzos de 1991
vivimos un período donde la inflación llegó a los cuatro dígitos. En 1989superó el 3.000%; en 1990 llegó al 2.314%. En tiempos más recientes, los dos
grandes saltos en los aumentos de precios se corresponden con la devaluación de
2002 (40,9% de inflación) y con los aumentos producto del desabastecimiento
organizado durante el conflicto por la renta agraria desatado en 2008: 7,2%
según el Indec intervenido, más del 20% según el resto de las mediciones.
El menemismo siguió al pie de la letra la explicación
monetarista del fenómeno: la inflación es un producto de la emisión y del
exceso de circulante. Congeló salarios, endeudó el Estado no para sostener el
gasto sino la paridad cambiaria, abrió de modo irrestricto las importaciones,
privatizó las empresas públicas. En suma: sacó todos los billetes de la mayor
cantidad de bolsillos posible. Para ello, nada mejor que dejar bolsillos sin
ningún billete. Control de los aumentos por restricción de la demanda, se le
dice. Nunca se vio un período de mayor destrucción del trabajo, nunca se habló
menos sobre los precios delante de la góndola. Porque si la plata no estaba en
la billetera, la culpa era estrictamente propia: los precios estaban inmóviles,
lo que se movía para abajo era el monedero. Nadie confiesa en el súper que no
puede comprar tomates porque no tiene trabajo. La inflación y el desempleo
producen angustias completamente diferentes. La primera se comparte, la segunda
acicatea la individual competencia, el recelo feroz.
Previamente, el sindicalismo había dado prueba de que un
desempleado nunca puede ser un compañero, del mismo modo en que ahora no tiene
ningún planteo concreto, o afán, por los trabajadores en negro. Parece que para
el movimiento obrero organizado sólo es trabajador quien puede aportar a la
obra social. En la intemperie, los desangelados se arroparon en los nuevos movimientos
sociales, fuerza fundamental tras el 2001: en mayo de 2002, la desocupación
llegó al histórico pico de 21,5% (y eso sin contar los que ya habían dejado de buscar
empleo y los subocupados).
No hubo necesidad de elaborar un complicado acuerdo social
entre trabajadores y empresarios para imponer las condiciones de los 90. La
hiperinflación –mucho más que un fantasma– por sí misma disciplinó a los
asalariados y el empresariado menor, la gilada del dinero, veía cómo su verso
doctrinario se iba cumpliendo punto por punto, al mismo tiempo que iban bajando
sus persianas. Recién en 1996 el desempleo dejó de vivirse de modo individual y
florecieron los piquetes a lo largo y ancho del territorio.
¿Por qué acudir a la remanida figura del acuerdo social?
¿Vamos ahora a hablar de los “países serios”, de los gobiernos del sudeste
asiático, del ejemplo chileno?
La última escena de un gran acuerdo social argentino puede
datarse en la presidencia de Néstor Kirchner. Grobocopatel viajaba a Venezuela
con auspicio oficial, Eduardo Buzzi hacía campaña por Cristina, De Mendiguren
era un interlocutor avalado, Moyano congregaba marchas a favor del modelo, y
esto sólo para nombrar cuatro actores que hoy se alinean con Sergio Massa.
Sobre las esquirlas del 2001, la política transversal del kirchnerismo más que
una decisión estratégica fue una imposición histórica. En 2008, el pacto se
quebró porque, en verdad, esa imposición estaba disuelta: una vez que el
infierno había quedado detrás, era momento de retomar las riendas, de romper
los lazos, de volver a la lógica previa al 2001.
El paso del tiempo aceleró los desprendimientos. Ahora,
cuando no hay candidato que por sí mismo aglutine en vistas a 2015, es
imposible pensar en una referencia que congregue a los diferentes actores sociales
en vistas a un consenso que logre detener la escalada en los precios. La
política de “Precios Cuidados” está destinada al fracaso desde el momento mismo
de su concepción. El control de precios cuando todos los actores están en plena
puja sólo es practicable por medio de una insostenible legión de inspectores, y
ni siquiera: los precios se dominan antes de llegar al consumidor, nunca en el momento
mismo de las compras, porque el torrente ascendente buscará su cauce vía
desabastecimiento, mercado negro o simple avalancha.
Los resultados están a la vista: los aumentos a los
jubilados y las paritarias –por segundo año consecutivo, acaso tercero, según
la rama o sindicato en cuestión– están por debajo de la escalada del
almacenero. El gobierno, el Estado más bien, tampoco tiene mando económico sobre
los resortes estructurales de la formación de precios, ni siquiera después de
la expropiación de YPF. Finalmente, la
fina ingeniería que podría convertir en una medida progresiva el recorte de los
subsidios a los servicios públicos (esto es: dejar de bancarle el gas a un
apellido patricio del Barrio Norte porteño) corre el riesgo de volverse en un
trazo grueso apurado en función de sostener las arcas de la nación. De hecho,
si de mando económico estamos hablando, poco pudo hacer la gestión para
sobrellevar la presión sobre el dólar ejercida producto de la no venta de la
soja, amarrocada a puro silobolsazo desde la 125 hasta la fecha. Y,
probablemente, mucho menos podrá hacer en función de extender el modelo Samid
de proliferación de mercados centrales: ni siquiera puede poner en vereda a los
propios en función de tal objetivo.
Si la inflación se entiende como una puja por la apropiación
de la renta –más aún, si se explica como una fotografía del estado de situación
de la lucha de clases– la imagen es diáfana y su futuro es todavía más
evidente. No parece haber ningún tipo de condición para generar una nueva
hegemonía que reúna los diversos intereses en pos de contener la inflación sin
que caigan los salarios reales ni se destruya el empleo, aunque estamos lejos,
muy lejos, del sumidero de 2001 y el vértigo de 1989. Ante la falta de un
posible acuerdo que reduzca los precios –acuerdo cuyas metas de cumplimiento no
pueden no superar no sólo el tiempo de esta gestión, sino también el de la
venidera– lo que resta es disciplina pura y llana.
No lo dirá Massa. Tampoco Scioli y, mucho menos, Binner. Y
el poder ya no emana más de la lapicera de Cristina. Aunque la movida de
nombrar a un radical en la sucesión presidencial sirva para aplacar a las
bestias pejotistas, el margen de maniobra para tomar medidas potentes como las
de otrora parece cada vez más estrecho.
Si bien con la devaluación las exportaciones agropecuarias
vuelven a su ritmo y el dólar frena su ascenso, el vértigo de un trono en
disputa azuza al productor, al distribuidor y al comercializador, que remarcan
pensando a futuro. Misma lógica corre para los trabajadores, que más tarde o
temprano volverán a las calles con la antigua demanda de mayores salarios. No
serán el voluntarismo y los pedidos de racionalidad o patriotismo los métodos
para detener la sucesión de las estaciones. Aun cuando ahora por ahora parezca
que el cielo escampa, es marzo y llega el otoño. Luego, el invierno.
Publicada en Pausa #129, miércoles 12 de marzo de 2014
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