Por Juan Pascual
Una ducha muy breve, compartida entre muchos, si hay ducha.
Si no, la mugre pegándose semanas, hasta que alguien más o menos conocido
facilite la bañadera de su hogar, por un rato. Algunos todavía tienen encima el
olor mezclado de río, aceites y basura, dulce y ácido a la vez. Un momento
afuera del gimnasio, las aulas, el salón de actos, el galpón, la estación de
tren. No llueve más, hay un sol de luz clara, volver a ir a la explanada de la
universidad y leer listas con nombres. Alrededor, muchos deambulan con la
mirada vacía. También en las avenidas. Solos, mojados, extraviados. Hay
familias rotas, desperdigadas en varios puntos de la ciudad. Hay quienes tardan
en aparecer, mucho. Muertos. Inodoros abarrotados e inmundos en minutos. Qué
otra cosa puede pasar si hay uno por cada 50 personas, con suerte. Dormir con
las luces prendidas, junto a 600 personas. Los murmullos del sueño quebrado se
tornan un zumbido persistente, pequeño rugido de máquina eléctrica, motor de
heladera con voz humana, los cuerpos girando sobre los colchones agolpados en
el piso, los ojos cerrados buscando una zona sin resplandor. Vivir y dormir
hacinado. Pasan las semanas, un viejo débil se acuesta en el colchón en el
piso, dispuesto a no pegar un ojo. A la mañana lo dejan seguir durmiendo. Al
mediodía se descubre que murió. Son las cinco de la tarde y llega la comida:
una gran olla de aluminio con un potaje aceitoso, rojo brillante como pimentón
barato. Se sirve un caldo de grasa en recipientes de plástico fino y flexible.
El líquido se vuelca, algunas manos se queman. Los chicos no comen. No es la
primera vez: es la regla. Los chicos están enfermos: hepatitis, diarreas,
infecciones, sarpullidos. Se complica con los tienebajopeso. La basura se junta
en toneles de plástico o chapa, se improvisan cestos en cajas de cartón, más de
una vez se desfondan al moverlos, todos conviven a su lado. Vertederos de
pañales, toallas con menstruación, kilos de yerba mojada, esparcidos, rebalsan
dos o tres veces por día. Al fondo de la gran olla de líquido grasoso, un
descubrimiento: el arroz para 600 raciones hundido, pegoteado en un masacote,
en parte pastoso y en parte crudo, bajo los litros de lo que se creía mera
sopa. Nadie soporta ver cómo esa comida tiene que ser desechada. Las ratas,
hacinadas junto a los inundados, trasladan los restos a sus nuevas guaridas.
Esas sobras están junto al montón de pollo podrido que no se repartió en la
cena de madrugada del día anterior. No se acerca ni uno de los perros, también
inundados, que yerran por la calle.
Qué rara cosa es un derecho humano. Parece simple: se supone
que por ser humano uno tiene esas protecciones y libertades de por sí. Pero
sirven más para medir y comparar las dignidades que para sancionar una (la de
humano, en este caso). Esto se nota cuando se observa cómo se repiten y se
mantienen en el tiempo las porciones de población que sí disponen de esos
derechos y las que no. Aquellos que sí acceden al saneamiento, el alimento, la
privacidad, el techo. Aquellos que no. Los que pueden reclamar como privada una
propiedad, los que no. Algunos cuerpos son humanos. Alcanzan ese estatuto, esa
dignidad, y tienen los medios –sociales, políticos, económicos– para
sostenerlo, defenderlo, incluso heredarlo y legarlo. Otros, no. Y todos los
días van detrás de ese estatuto: llegar a ser dignos de ser humanos.
Los derechos humanos están atados a la nación y al Estado:
sólo pueden ser reconocidos cabalmente en la medida en que haya un Estado
nacional que los tutele. Cuando cesa ese reconocimiento, aparece el refugiado.
De allí el problema de huir del propio país, del asilo, del cobijo por parte de
otro Estado y nación que no son aquellos en los que uno nació. Sin una
ciudadanía puntual (la sanción de un cuerpo como propio por parte de un Estado
nacional), ¿quién o qué da efectividad al derecho humano? Un cuerpo desplazado,
fuera de la tutela de un Estado, ¿a qué pertenece? ¿A quién pertenece un
refugiado, quién reconoce qué derechos para él?
Imagen producida por el satélite SPOT el 3 de mayo de 2003: el azul representa la masa del río Salado y la Setúbal, que se tocan al norte.
¿Se puede ser un refugiado aun cuando se esté bajo la tutela
del propio Estado? ¿Puede uno volverse un refugiado en su propio país? ¿Hay
quienes continuamente son refugiados en su propio país?
Las situaciones de crisis revelan la distancia entre vivir
de un lado de la vía y del otro (antiguamente, la vía del tren; más cerca, las
avenidas norte/sur: Blas Parera y Freyre). El modo en que se reproduce esa
diferencia expone, también, cómo es el provecho sistematizado de unos sobre
otros. (Ese es el preciso reverso real del obsceno imaginario donde “los pobres
viven de arriba” y “no quieren trabajar”). El enorme desplazamiento de
población que implicó la inundación de 2003 reveló esas asimetrías –de clase–
no sólo porque fundió en un mismo espacio territorial a las poblaciones que se
mantienen divididas de modo tajante a uno y otro lado de la vía. (Es la
seguridad). Reveló esas diferencias porque no dejó de reproducirlas.
El Ministerio de Salud de la Nación computó, al 6 de mayo,
un pico de 475 centros de evacuados en Santa Fe, con 75 mil personas viviendo
en ellos. Igual cantidad se había evacuado a casas de conocidos. En los centros
estaban los que ni siquiera tenían un conocido con una casa que los cobije. Los
dos lados absolutos de la vía. En los días anteriores, algunos de esos centros
duraron un suspiro: estaban en zonas que se inundaron. Si el Salado entró por
un tramo inconcluso de la defensa a la altura del Hipódromo, si no se
consideraron los avisos en la prensa, en informes oficiales o académicos, sobre
cómo venía el agua, si se negó oficialmente que el río llegaría al sudoeste y se
dijo por radio que no era necesario evacuar, si no se dio medio alguno para la
retirada, si no se confeccionó el registro metódico para que las familias no se
rompan y pierdan, ¿por qué no se abrirían centros de evacuados inundables?
“Centros de evacuados”. En inglés, la denominación es más
exacta, o no disimula lo que está en juego. Se los llama, así fue en la
inundación en Nueva Orleáns, “campos de refugiados”. Campos para los no
ciudadanos. Que aguanten como están, mucho se les está dando. Que agradezcan.
Esto les pasa porque se fueron a vivir a una zona inundable. Ahora están mejor
que antes. Que estén calmos, en un lugar de acumulación de cuerpos donde bajo
la justificación del estado de necesidad no se sostiene la sobrevida de los
derechos. En el nombre de defender la vida de los refugiados, se borra todo
rasgo que cualifique la vida de esos cuerpos como vida humana. A esos que ahí
están, el Estado no alcanza a reconocerlos como ciudadanos. Cuando estalla la
crisis, ese apartamiento se evidencia por completo y en una sola vez. Y se
extiende en el tiempo: llegaba diciembre y todavía había cientos de refugiados
en las carpas de La Florida y La Tablada, en peores condiciones que al
principio. Con cada lluvia se volvían a inundar, vez tras vez. Refugiado: una
vida humana sin derecho humano. ¿Qué es ese cuerpo? Un inundado de La Florida
lo explicó sencillo, como se reseña en El Litoral del 12 de noviembre de 2003:
“no somos animales para que nos traten así”.
Esto era sabido antes de que se hiciera evidente. No hay
otra razón para que en el espacio entre los refugiados y el Estado de ese
entonces se interpusieran los cientos de personas a las que se llamó
“voluntarios”. Estudiantes, docentes, creyentes de todas las iglesias, punteros
comprometidos, deportistas unidos por sus clubes y disciplinas, agrupaciones
políticas de todo pelaje, ONGs, sindicatos, la universidad, lancheros y
piragüeros, los movileros, proletariado mediático que coordinaba salvatajes y
pedidos de ayuda. Ocuparon el lugar de una ausencia, se plantaron para decir
que era necesario un reconocimiento a los inundados como algo más que animales.
Como se había aprendido antes, durante y después del
derrumbe de 2001, sabían por principio que el Estado no iba a estar ahí. Se
trata de mucho más que de voluntarios, almas libres de la esfera privada
dependientes de la propia conciencia moralmente solidaria, armonizados por
quién sabe qué. Se trata de un conocimiento político, de decisiones políticas,
de organización. Lo que salvó a los campos de refugiados de su hecatombe total
fue la organización social, no un conjunto de voluntades sin mácula política,
entregadas a un movimiento caritativo puro, ascético, sin conflicto, sin
encuentro verdadero. Las rutinas, las discusiones, el ejercicio de quienes trabajaron
meses en un campo de refugiados fueron inseparables de la puesta en disputa
diaria de estos problemas y de ese Estado. Esa solidaridad no era nada sin la
organización de los sindicatos (ATE armando las listas de extraviados, UPCN
guareciendo en su camping), sin la UNL distribuyendo con criterio la masa de
donaciones, sin los centros de estudiantes, las comisiones deportivas de los
clubes, las cooperadoras escolares asumiendo a propia cuenta y cargo la
atención a los inundados en escuelas, galpones o donde sea, por dar ejemplos.
En esa particular superposición de este y oeste hubo un
gesto nuevo. Se abrió una oportunidad de discutir, de encontrarse y chocar, de
hallar en la superficie las relaciones comunes que se deniegan. Derechos,
dignidades, estatutos se construyeron en conjunto y con organización, en el
medio del desastre y con los conflictos que ello lleva, durante los meses de
vida en el campo de refugiados. Seguir pensando que allí hubo simples,
transitorios pobres evacuados por un lado y solidarios ángeles por el otro,
separados por un mostrador, es continuar la denegación.
En la historia de la inundación hay que cambiar algunas
palabras, a no ser que sigamos queriendo ahondar la zanja a los costados de la
vía que nos separa.
Publicada en Pausa #92, miércoles 25 de abril de 2012
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