Isla ciudad, por Cecilia Moscovich
Una de las mejores cosas de trabajar en Alto Verde es cruzar
con el botero. Lo uso los días que descarto el auto y vuelvo a la bici. Cruzo
los guardarrail de la
Circunvalación con la bici en brazos, y bajo a “Puerto
Piojo”. Más tarde o más temprano aparece el botero que maneja la lancha con un
motor de muy pocos caballos. Cuando la lancha se despega de la orilla, es como
si la ciudad se levantara igual que esos libros pop-up. Deja de ser chata y
cobra tridimensionalidad. En el medio del río, entre las boyas que marcan la
entrada al Canal de Acceso, los silos del puerto, sombríos y llenos de eco, se
inclinan sobre nosotros. Más atrás están las cúpulas de la Casa de Gobierno y las de la Iglesia de Santo Domingo.
Y allá al fondo, el Puente Colgante y el Oroño.
Del otro lado, en la Isla Clucellas ,
resisten unos cuantos ranchos. Sé que están pero no se ven, están metidos más
adentro, entre los sauces y los alisos.
Cuando empecé a trabajar en Alto Verde mi viejo me hizo
acordar que mi abuela materna había nacido ahí. Sólo entonces reemergieron en
mi cabeza las historias que me había contado mi mamá, sobre mi abuela Lucía
cruzando en canoa para estudiar en el Normal, oponiéndose al padre borracho que
le escondía las velas para que no pudiera estudiar de noche.
Cuando mi abuela lo hacía, el cruce era en canoas a remo.
Todavía vive en Alto Verde uno de los viejos boteros. Américo Solís tiene la
espalda como una L invertida, no sólo por los años remando, sino, sobre todo,
por los años estibando bolsas en el puerto. Una vez lo entrevisté a Don Solís,
quien me dijo cosas como esta: “Cuando estibábamos carbón, quedábamos negros como los africanos; cuando
estibábamos cereal, quedábamos blancos. Santa Fe entera era blanca por el
polvillo del cereal, no se veía nada. El que más polvillo largaba era el sorgo.
A veces entrábamos de noche a las bodegas de los barcos, bien abajo. Cuando
bajabas a la última estabas a diez metros por debajo del nivel del agua. Los
respiraderos eran pequeños y a veces se atoraban. Tragábamos por nariz y boca
el veneno que se usaba para matar el gorgojo en los cereales”.
Publicada en Pausa #161, miércoles 9 de septiembre de 2015
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Foto: Héctor Bruschini
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