A la fuerza he tenido que acostumbrar mi cuerpo y mi cerebro
a viajes maratónicos. Entre doce y quince horas semanales son las que me paso
sentado en un semicómodo asiento de colectivo… a veces, con mucha suerte, en
uno cómodo (o sea, cama). Afortunadamente, no tengo inconvenientes en dormir un
rato considerable durante el viaje, sea la hora del día que sea. Sin embargo,
con el avance de la edad avanza, también, el tiempo en que me mantengo en
vigilia y eso hace que, de manera progresiva, el tedio aumente. Libros, mp3 y
auriculares (siempre auriculares, por favor), alguna película bastante mala que
suelen pasar cuando no ponen algún recital de bachata o latinlovers ignotos
para mí: todo ayuda a paliar los baches de las rutas… o casi todo.
Casi todo porque a veces debo recurrir a un régimen rígido
de comportamiento para que ningún imprevisto haga aún más empinado el recorrido
desde un lugar a otro. Y cuando digo imprevisto, como bien puede cualquiera
imaginarse, quiero decir: bebé llorón, niñ@ pateador de asiento, señora mayor
verborrágica y/o sujeto con incontinencia urinaria. Sí, todo eso, y más, prevé
mi mente antes de la partida para que mi viaje intente ser lo menos horroroso
posible (ya que placentero es muy difícil que lo sea, con nuestro sistema monopólico
de transporte interurbano).
En primer lugar, hay que tomar una decisión fundamental:
¿ventanilla o pasillo? Ventanilla. ¿Por qué? Porque el colectivo hace varias
paradas durante el recorrido y eso implica que sube y baja gente. Si uno elige
pasillo está expuesto a que lo molesten en cada una de las paradas los nuevos
viajeros o los que ya han llegado a su destino. Eso significa interrumpir el
sueño cada dos por tres por culpa de la gente que no viaja al mismo lugar que
yo. Pero, por si todo esto fuera poco (diría un vendedor ambulante de esos que
se suben al cole), te evitás también al que se levanta para ir al baño o buscar
café. Por lo tanto: ventanilla. Pero como toda decisión implica asumir un
riesgo, si elegís ventanilla y sos vos al que le agarran ganas de ir al baño,
te convertís en el insoportable al que estamos intentando evitar. Por lo tanto,
como nos decían nuestros padres: “Andá al baño antes de salir que después no
paramos”.
Pero además, elegir ventanilla te hace dueño casi exclusivo
de la cortina. O sea, sos el que se arroga el privilegio de decidir cuándo
dejar que entre la luz y cuándo no. Desde luego esto no evita que si alguien se
sienta al lado nos pida que por favor abramos un poco la cortina porque quiere
leer. ¿Solución? Hacerse el dormido. Y si la persona osara abrirla igual,
pasando el brazo por encima nuestro, uno se hace el que se despierta ofendido y
listo. La culpa, recuerden, es una excelente arma a la cual recurrir en todo
momento. Recuerden que adelante y atrás de nuestro asiento habrá otros
intentando hacerse del control de la cortina y, muy a pesar de los abrojos con
las que las mantenemos cerradas, siempre queda una hendija por la cual se
inmiscuye la luz directo a los ojos. Duérmanse con el codo sobre la correa que
la sostiene, queda estancada y si alguno le reclamara algo, la respuesta es “a
cagarse, como dijo Balcarce”.
Otro motivo para elegir la ventanilla es que si uno está en
el pasillo y sube una persona mayor (un viejo, para ahorrar eufemismos) que
tiene que pasar a la ventanilla, le estamos dando la excusa perfecta para que
se nos ponga a hablar y no pare hasta que nos dan ganas de desatornillarnos el
cerebro con un sacacorchos. No lo olviden: auriculares aunque no escuchen nada
porque esas personas no entienden (o no les importa) que los reiterados “ajá” o
“mjúm” significan “no me importa, no quiero hablar con vos”. Y chicos, por
favor, jamás de los jamases acepten el asiento más cercano a la puerta porque
es fija que sube un viejo/a que sacó el pasaje dos minutos antes de la partida,
le dieron un asiento arriba, semicama, pero como es mayor “y yo ya no puedo
andar subiendo las escaleras, m’hijo”, te condena a un pasillo con un nene de
dos años al que lo descompone el colectivo y terminás todo vomitado.
Por todo esto, y mucho más que por la extensión que debe
tener la columna y la conveniencia de ilustrarla con una foto así pega más y
todos los detalles editoriales de los que no me hago cargo, saquen el pasaje
con anticipación y exíjanle al vendedor que le dé “ventanilla, del lado
contrario al del sol y que, en lo
posible, todavía no haya nadie ocupando el asiento contiguo”. De esa manera
logrará parecerle lo suficientemente insoportable al tipo como para que le dé
pasillo, anote el asiento que le dio en un papelito y a la primera madre con
dos críos llorones desaforados, les dé o la ventanilla que nos quitó a nosotros
o los asientos de atrás así viajamos con un intermitente pateo de columna que
durará las cinco horas del trayecto.
Publicada en Pausa #158, miércoles 22 de julio de 2015
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