El cartoncito colgado en un poste de la esquina de Lavaisse
y Saavedra, en Barrio Los Hornos, derramaba en pocas palabras toda la esencia
del odio que corre por las grietas que surcan la comunidad: “Vecinos
organizados. Ratero: si te agarramos no vas a ir a la comisaría. Te vamos a
linchar”.
David Moreira, de 18 años, fue asesinado el 22 de marzo en barrio Azcuénaga, Rosario, por una turba de vecinos. Lo mataron a patadas.
Las palizas colectivas se desataron durante diciembre de
2013, en el paro policial. En todos los casos los caídos son avatares de la
misma figura: altas llantas, short o remera de fútbol, gorrita, piel oscura.
Se habló en abril, cuando se dio el brote de golpizas, que
algunos azuzaron con el argumento de la “justicia por mano propia”, de una
suerte de fenómeno de horda, de un rapto de pérdida de conciencia. No es así:
los blancos que odian a los criollos pueden pasar horas exponiéndose en sus
obscenas razones para justificarse como matanegros. Habitan el sueño de
constituir con esa violencia un nuevo orden social, o de transparentar el
proceso de fragmentación absoluta que vivimos en las ciudades. La configuración
urbana se ha vuelto un dispositivo de segregación social sustantivo: la mera
circulación de los cuerpos por la ciudad implica riesgos, amenazas, muertes.
Observando detrás de la ventana, los matanegros se experimentan a sí mismos,
desde hace mucho, como sujetos fuera del orden, como sobrevivientes en un
estado de excepción, como soldados en una guerra que viven como propia. Así, la
razón no alcanza para disolver sus argumentos, porque es en la configuración
misma de la segregación social presente donde encuentran sus fundamentos.
Publicada en Pausa #148. Pedí tu ejemplar en estos kioscos
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Nota relacionada: Palabras de guerra, por Federico Coutaz.
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