La calle, por José Luis Pagés
A vuelta de esquina –me esperaba desde la mañana del
jueves–, me asaltó con sus ofertas el vendedor de palanganas. Hace un mes que
me persigue y aturde con el megáfono. Iba yo adelante y él detrás cuando
advertí que la señora de los reflejos y el escribano Del Pulgar discutían
acaloradamente. Me detuve y el acoso del palanganero cesó en el acto. La
señora, mi vecina, y el viejo escribano debatían la conveniencia de pedir una
ambulancia o llamar a un policía. “¡La Policía ! ¡Policía!”, gritaba ella. Un tipito
–saco, corbata y nariz de payaso–, yacía en el umbral. “¡Que saquen de mi casa
a este degenerado!” gritaba la iluminada, con los cabellos alborotados. “¡Lindo
perrito!”, dijo el palanganero. La señora tomó el halago como una amenaza y
apretó el pichicho contra el pecho. “¿Y usted qué opina, la hormiga orina?”, me
preguntó el escribano. “Una ambulancia”, sugerí. “Sí, que alguien lo lleve y lo
tire al río”, dijo el del megáfono, con un brillo maligno en los ojos porcinos.
No se ponían de acuerdo y yo no tenía teléfono. Seguí camino, hice compras en
la granjita y cuando me iba señalé el cajón de mandarinas. “¿Están buenas?”,
“Sí. Lleve tranquilo. Son del árbol”. Al regresar, no encontré al vendedor de
palanganas, pero sí a otro que ofrecía plumeros. Sin duda, me están vigilando.
Pasé la noche en blanco buscando el sentido oculto de las palabras del
verdulero y, por fin, con el sol de la mañana me levanté feliz y apuré el paso
en dirección a la granjita. El hombre había querido significar que las frutas
no habían pasado por cámara de frío. ¡Ja! Hasta ahí todo bien, pero a vuelta de
esquina tropecé con el palanganero, que escapaba con un perrito entre los
brazos.
Publicada en Pausa #144. Pedí tu ejemplar en estos kioscos
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