Mil mates, por Fernando Callero
Mi prima María Laura, de exactamente mi misma edad, tuvo antes que yo la pileta de lona
–Tiburoncito, no Pelopincho–. Yo después tuve una Pelopincho, amarilla con olas
verdes, pero re tarde. Lo mismo que el televisor; ella tuvo un Hitachi de 17
pulgadas días antes del Mundial, aunque cada vez que había partido,
terminábamos cayendo todos a lo de mi abuela, que vivía en el centro, porque
nos quedaba más cerca salir a festejar. Yo soñaba que salía de mi pieza para ir
a la escuela y me encontraba con un Hitachi de 20 en el living, como los
exhibían en la tele y en en las vidrieras de calle Entre Ríos. Mi prima tuvo
antes que yo la bicicleta: una Lauría, verde loro, cuadro de mujer, con la que
aprendí a andar sin rueditas, mucho después que ella. A mí al tiempo me
compraron una usada, de mi primo Francisco, blanca, opaca, pintada a pincel.
Una vergüenza. Ella se hizo socia de ATC, a través del programa Telejuegos, de
Gachi Ferrari, yo jamás llegé a gestionarlo. Y en los 80, mucho antes que yo,
mi prima tuvo los patines: Leccese, ruedas de caucho, freno y correas naranja,
reglamentarios para hockey. Mis compañeros de escuela hacían hockey. Yo no. Ni
a mis viejos ni a mí nos entraba en la cabeza semejante boludez. Era lo más
parecido a encerar los pisos con un palo. Pero ellos se mostraban orgullosos
posando para el diario El sol, unas fotos todas punteadas, fuera de registro,
donde apenas ellos se reconocían. Yo lo único que quería era rodar por la pista
que habían abierto en el puerto, donde pasaban Eddy Grant y “Bette David Eyes”,
por Kim Carnes, a la tardecita. Ahí los chicos ibamos recién bañados y con lo
que más se pueda parecer a un baggy o una babucha. Náuticas naranjas, de
preferencia Topper. Flecha tenía unas hermosas pero ya era raro. Más pobre. Y
como dice ese refrán tan maligno: “Cuando Dios te quiere castigar escucha tus
deseos”. En esa época, los primeros 80, me regalaron ¡sí! ¡Por fin! ¡Un
jogging! Pero celeste. O sea: ce-les-te. Un quemo. Por último, mi prima tenía
una hamaca en la casa y tocaba el techo con los pies. A mí me daba miedo que se
corten las cadenas. Jugaba todo el día al elástico con una silla de un lado y
del otro lado yo, que nunca alcanzaba a jugar porque ella sorteaba todas las
formas de un tirón. Igual que en la payanca. Ella se escapaba de la casa a la
siesta con una remera de Boca y la toca que la madre le hacía, porque era un
quemo en esa época ser crespa, y nos perdíamos entre las montañas de tierra en
las calles donde estaban poniendo los desagues.
Pero un recuerdo patente, por lo sordo que me dejó la
experiencia, fue una vez que me mostró un papelito con una frase que había
copiado con fibra: ABRE YA LA
YERBA. Y así me enseñó los palíndromos. Por ese tiempo
también le habían comprado un libro infantil, con ilustraciones que eran fotos
de un personaje de paño, un animal irreconocible. El personaje recorría el
mundo buscando su identidad, se encontraba con varios animales, pero no se
reconocía en ninguno de ellos y seguía su camino. La tapa del libro decía Yo
soy yo. Mira Lobe. Mira Lobe era el nombre de la autora, pero hasta que no fui
grande y supe que en la tapa de un libro va el título de la obra seguido del
nombre del autor, por años creí que el título del libro era Yo soy yo, mira,
¿Lo ve? Y me parecía lo más natural. Incluso hoy día pienso que ese error no me
llevó por lugares engañosos, sino que creo que funcionó por una intuición que
el lenguaje mismo habilita, su sentido ordenado por cualquier clase de frontera
que te ponga a trabajar.
En Pausa #142, miércoles 24 de septiembre de 2014. Pedí tu
ejemplar en estos kioscos.
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