lunes, 8 de abril de 2013

Entre el verso y la prosa


Francisco Bitar: exponente de la nueva literatura santafesina, que circula y se afianza cada vez más.

Por Juan Almará

Francisco Bitar nació en Santa Fe en 1981. Como escritor ha orientado su producción hacia la poesía. Dentro de ese género se encuadran sus publicaciones Negativos (2007), El Olimpo (2010) y Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011), todos ellas en Ediciones Stanton. Su obra Tambor de arranque fue una de las ganadoras en el género nouvelle del Concurso Provincial de Literatura Ciudad de Rosario 2012, que estuvo organizado por la Editorial Municipal de Rosario. El 22 de marzo participó junto a otros autores de un recital de poemas que tuvo como sede a El Molino Fábrica Cultural. El evento se llevó a cabo en el marco del II Festival de Literatura Filba Nacional 2013, desarrollado en nuestra ciudad la semana pasada. Luego de su presentación dialogamos con él sobre Santa Fe, las características de su novela y la presencia de lo cotidiano en sus textos.

Cambio de género
—Después de tres libros de poesía, publicaste Tambor de arranque, una novela corta. ¿Cómo surge ese cambio? ¿El género poético afectó a la escritura en prosa?
—Necesitaba hacer un cambio de género, pero conservando los temas de la poesía. Para mí siempre estuvieron vinculados. En los poemas utilizo herramientas propias de la narración. Y al mismo tiempo trato de lograr la mayor condensación posible en el relato, lo cual puede considerarse un recurso de la poesía. Además, la narrativa no ha dejado de acompañarme y he escrito muchos cuentos. Entre ellos había varios que podían pertenecer a una misma historia, y por eso les di  continuidad.

El premio
—Junto con  El mosto y la queresa de Mario Castells, tu novela fue premiada en el Concurso Provincial de Literatura Ciudad de Rosario 2012. ¿Cómo recibiste esa distinción? ¿La esperabas? 
—Sí, la esperaba –comenta entre risas–. No me hubiera gustado perder. Conozco el perfil de la editorial y a los editores. Son tipos que admiro porque gracias a ellos me formé. Como compartimos ese criterio, era consciente de que el jurado que elegirían para el certamen iba a tener cierta afinidad con lo que pasa en la novela, que puede considerarse realista. Igualmente, premiaron a Castells, que hizo otro tipo de obra. Pero que también se arriesga a las últimas expresiones de la narrativa. Al mismo tiempo me parecía una buena convocatoria, porque el género nouvelle es adecuado para ampliar un cuento o reducir una novela. Este último fue mi caso, el texto tenía 180 páginas y terminó con 80. Eso me ayudó a tirar a la basura toda la resaca del relato. Cuando hice ese ejercicio, terminó de cobrar cuerpo. Se la mandé a Federico Falco, que es un escritor cordobés en el que confío. Le encantó y me dio una sugerencia clave, que fue separarla en dos partes. Por otro lado, el jurado favoreció su recepción. Eso cubre una parte del camino, pero el libro después sigue su recorrido. Este tipo de texto está bastante emparentado con la circulación que tiene la poesía. Están buenas las reseñas y lo que aparece en los medios, pero el boca en boca funciona mucho.

Francisco Bitar, de paseo.

Desmenuzando el tambor
—Tambor de arranque se divide en capítulos autónomos que integran un relato mayor ¿Cómo construiste esta dinámica entre historias con vida propia, pero que a la vez confluyen en una instancia que las contiene?
—Tenía pensado una serie de episodios que podían ajustarse a un relato más grande. Hay uno que escribí hace 15 años y que se convirtió en uno de los capítulos. Se llama “Contenedores”. Trata sobre la muerte de un perro que termina dentro de un contenedor. Lo encuentra una pareja que está buscando materiales de construcción para su casa. Entre ese y el segundo capítulo tenía las dos puntas para escribir el resto. Hay apartados que considero casi gratuitos, porque no están amoldados al fin de la novela, como puede ser el primero. Pero le dan un clima. Eso engancha al lector y a la vez me dio aliento para seguir escribiendo.
—En algunas reseñas se hace referencia a que en determinados momentos, los objetos cotidianos ganan espacio en la trama ¿Qué representan y qué lugar ocupan?
—Hay objetos centrales como el auto, que es un elemento importante en mi formación emocional y de escritor. Y aparece en la obra. Incluso en el epígrafe, que pertenece a Delmore Schwartz, y dice algo así cómo “en el peor momento decidí comprar un auto”. La pareja de la novela está en las últimas. Como una salvación, el hombre le propone a la mujer adquirir un auto, empresa que finalmente fracasa. El auto es un objeto que ordena los espacios en la familia: el padre y la madre adelante, los chicos atrás. Y en la medida en que esos lugares empiezan a intercambiarse, hay movimientos. Si el hijo pasa a manejar se genera otro momento, si la mujer sale de escena es porque tal vez haya una separación. Es un elemento fuerte y lo tengo incorporado. Después, aunque no es un objeto, el perro está presente. Es una cosa rara en la literatura. Sobre todo a partir siglo XX, cuando acompaña en la intimidad y en el vagabundeo, tanto afuera como adentro. Me parecía interesante sumar eso. Está cargado de mucha afectividad y de cierta humanidad, como todas las mascotas. Todo lo que se juega en el animal, está presente en la pareja y en la familia. Se trata con distancia, pero también establece el territorio. Después están los objetos de la cotidianeidad que siempre estuvieron conmigo: la pava, el mate, la  silla, la mesa, una letra del teclado. Esas cosas me atraen mucho. Los detalles concretos son importantes para el relato. Forman parte de la creación de la atmósfera.

No hay nada mejor que casa
—Has afirmado, y es posible verlo en tus poemas, que escribís acerca de cuestiones familiares, cotidianas. ¿De dónde surge esta impronta? 
—Surge de la empatía que tengo con algunos escritores. Desde el momento en que decidí cuál era el camino que quería tomar con la literatura tuve dos momentos importantes. Uno fue el descubrimiento de la literatura norteamericana. Leí a todos los escritores claves. Traté de incorporar lo que pensaban acerca de la narrativa. El otro choque fue la poesía argentina de la generación del 90 que tenía muchas cosas en común con la primera influencia. Leí primero a los beatniks –Allen Ginsberg, Jack Kerouac– y dije: “quiero hacer esto y puedo lograrlo”. Hay una afinidad fuerte entre esas dos literaturas: la narrativa y la poesía americana del siglo pasado y la recepción  que recién se empieza a dar fuertemente con la poesía de los 90. Además, los recursos que ese género terminó de afianzar y descubrir, y que se convirtieron en paradigmas, hoy son parte de los procedimientos de la mejor escritura en prosa que se está haciendo en Argentina. Y la producen tipos jóvenes. Eso fue lo que me impulsó.
—¿De qué manera aparece Santa Fe en tus obras?
—Santa Fe es lo que conozco. Igualmente, no me interesa el abordaje de la ciudad como una preocupación central, sino de los lugares que me generan afectividad. Me interesa ver de qué forma ese escenario propio se ve amenazado. En la novela hay un peligro permanente respecto a la situación por la que transcurren algunos personajes. Los lugares, las distancias, el haberse instalado en un barrio y pensarlo como suyo para luego tener que abandonarlo: eso es interesante. Podría escribir sobre Praga, pero lo haría por intuición y buscando información en Internet. Acá tengo la data de primera mano. En ese sentido hay una cuestión visual. El tema del paisaje me parece problemático. No creo que haya una literatura litoraleña. O al menos me tiene sin cuidado formar parte de ella. Y sin embargo es algo que se cultiva.

Publicado en Pausa #110, disponible en los kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.

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